--¿Habéis dudado de mí, monseñor?
--¿Yo? No.
--¿Luego no dudáis?
--¿Cómo queréis que dude que un hombre como vos no sirva
fielmente a los señores que se ha dado vo-
luntariamente a sí mismo?
--¡Los señores! --exclamó Baisemeaux.
--Los señores he dicho.
--¿Verdad que continuáis chanceándoos, señor de
Herblay?
--Tener muchos señores en vez de uno, hace más difícil
la situación, lo concibo; pero no soy yo la causa
del apuro en que os halláis, sino vos, mi buen amigo.
--Realmente no sois vos el causante --repuso el gobernador en el colmo de la
turbación. --Pero ¿qué
hacéis? ¿Os marcháis?
--Sí.
--¡Qué raro os mostráis para conmigo, monseñor!
--No por mi fe.
--Pues quedaos.
--No puedo.
--¿Por qué?
--Porque ya nada tengo que hacer aquí y me llaman a otra parte.
--¿Tan tarde?
--Tan tarde.
--Pensad que en la casa de la cual he venido, me han dicho: Cuando lo
reclamen las circunstancias y a
petición del preso, el mencionado capitán o gobernador de fortaleza
permitirá la entrada a un confesor afi-
liado la orden. He venido, me he explicado, no me habéis comprendido,
y me vuelvo para decir a los que
me han enviado que se han engañado y que me envíen a otra parte.
--¡Cómo! ¿vos sois...? --exclamó Baisemeaux mirando
a Aramis casi con espanto.
--El confesor afiliado a la orden --respondió Aramis sin modificar la
voz.
Mas por muy suavemente que Herblay hubiese vertido sus palabras, produjeron
en el infeliz gobernador
el efecto del rayo. Baisemeaux se puso amoratado.
--¡El confesor! --murmuró Baisemeaux; --¿vos el confesor
de la orden, monseñor?
--Sí; pero como no estáis afiliado, nada tenemos que ventilar
los dos.
--Monseñor...
--¡Ah!
--Ni que me niegue a obedecer.
--Pues lo que acaba de pasar se parece a la desobediencia.
--No, monseñor; he querido cerciorarme...
--¿De qué? --dijo Aramis con ademán de soberano desdén.
--De nada, monseñor; de nada --dijo Baisemeaux bajando la voz y humillándose
ante el prelado. --En
todo tiempo y en todo lugar estoy a la disposición de mis señores,
pero...
--Muy bien; prefiero veros así --repuso Herblay sentándose otra
vez y tendiendo su vaso al gobernador,
que no acertó a llenarlo, de tal suerte le temblaba la mano. --Habéis
dicho pero, --dijo Aramis.
--Pero como no me habían avisado, estaba muy lejos de esperar...
--¿Por ventura no dice el Evangelio: Velad, porque sólo
Dios sabe el momento?
¿Acaso las prescripciones de la orden no rezan: Velad, porque lo
que yo quiero, vosotros debéis siempre
quererlo? ¿A título de qué, pues, no esperabais la
venida del confesor?
--Porque en este momento no hay en la Bastilla preso alguno que esté
enfermo.
--¿Qué sabéis vos? --replicó Herblay encogiendo
los hombros.
--Me parece...
--Señor de Baisemeaux --repuso Aramis arrellanándose en su sillón,
--he ahí vuestro criado que desea
deciros algo.
En efecto, en aquel instante apareció en el umbral del comedor el criado
de Baisemeaux.
--¿Qué hay? --preguntó con viveza el gobernador.
--Señor de Baisemeaux --respondió el criado, --os traigo el boletín
del médico de la casa.
--Haced que entre el mensajero --dijo Aramis fijando en el gobernador sus límpidos
y serenos ojos.
El mensajero entró, saludó y entregó el boletín.
--¡Cómo! ¡el segundo Bertaudiere está enfermo! --exclamó
con sorpresa el gobernador después de
haber leído el boletín y levantado la cabeza.
--¿No decíais que vuestros presos gozaban todos de salud inmejorable?
--repuso Aramis con indolencia
y bebiéndose un sorbo del moscatel, aunque sin apartar del gobernador
la mirada.
--Si mal no recuerdo --dijo Baisemeaux con temblorosa voz y después de
haber despedido con ademán
al criado; --si mal no recuerdo, el párrafo dice: A petición
del preso.
--Esto es --respondió Aramis; pero ved qué quieren de vos. En
efecto, en aquel instante un sargento
asomó la cabeza por la puerta medio entornada.
--¿Qué más hay? --exclamó el gobernador. --No me
dejarán diez minutos en paz?
--Señor gobernador --dijo el sargento, --el enfermo de la segunda Bertaudiere